El tren a Persia

El Trans-Asia Express sale de Estambul hacia Teherán desde la estación de Haydarpaşa una vez por semana, la noche del miércoles, a las once menos cinco. Según el itinerario de los ferrocarriles estatales turcos, entra en Ankara temprano por la mañana y atraviesa la llanura anatolia para llegar al tercer día al lago Van, en la Turquía oriental. Aquí los viajeros toman el transbordador que cubre en siete horas los cien kilómetros desde el puerto de Tatvan al de Van. Cuando arriben verán morir el día tras el cinturón de las majestuosas montañas anatolias que rodean el lago. Al desembarcar les aguarda el tren persa con el que han de cruzar durante la noche la frontera iraní. Pararán al amanecer en Tabriz y llegarán a Teherán en la tarde del cuarto día. El billete por los dos mil kilómetros de trayecto cuesta cincuenta euros, cama y transbordador incluidos.

El recorrido puede seguirse bien en el mapa del sistema ferroviario turco que cuelga encima del televisor del restaurante de la estación de Estambul. Partiendo del punto 1 hacia la línea 2, se cambia en el punto 4 —en Sivas— hacia la vía secundaria, kurda, que conduce al lago Van, a la derecha del mapa, hasta enlazar con los ferrocarriles persas.


Quien desee consagrar sesenta y seis horas —según el itinerario oficial, pero en realidad serán ochenta— a las líneas férreas en aras de una lenta y progresiva aproximación a Persia, en lugar de las cuarenta horas de autobús o las pocas de un vuelo, puede ampliar la información en la página iraní de seat61.com. El autor nos informa entre otras cosas de que podemos comprar un billete por adelantado en algunas agencias de Estambul, por 59 euros, y nos dice abiertamente que “seat61 gets a small commission” si mencionamos que fue él quien nos encaminó a ellas.

Nosotros no fuimos tan previsores. Demasiadas cosas por organizar, papeles por hacer, trabajos por cerrar antes de la partida. No hubo tiempo de reservar los billetes. Pensamos que por estar ya fuera de la temporada turística sobrarían asientos vacíos y bastaría con comprar los billetes en Estambul.


Sin embargo, en Estambul nadie sabe dónde comprar los billetes de un tren que ningún ser vivo oyó ni siquiera nombrar. Tales trenes son para viejos caballeros ingleses que quieren revivir escenas de juventud, viajantes de comercio polacos o bravos mochileros. No para turcos. En nuestra posada, la barata y acogedora Sultan’s Inn —borde inferior del mapa, en el barrio de Sultanahmet— de la que luego diremos algo más, el joven recepcionista se desesperaba llamando a todas las agencias conocidas. Solo podía conseguir billetes hasta Tatvan, fin de trayecto de la línea turca. De cómo hiciéramos los otros mil kilómetros “inshallah” él se lavaba las manos, por allí es dominio del Alá shiíta, no del suní.

La taquilla internacional de la estación de Haydarpaşa, en la orilla asiática del mar de Mármara, ya estaba cerrada a esas horas de la tarde. En medio del crepúsculo recorrimos las agencias de viajes de la calle de la Mezquita Azul hasta que en la oficina de los Backpackers, por fin, nos aconsejaron ir a la estación de Sirkeci, terminal de los ferrocarriles europeos (en el borde superior del mapa). Allí venden billetes hasta tarde y, sí, también para las líneas de Asia.

Bajo la llovizna de aquella tarde paseamos a lo largo de Babiali-Caddesi, la vía que cruza de norte a sur hasta la estación de trenes. Tras el cristal de la taquilla una muchacha habla por teléfono y un hombre mayor cena en un cajón medio abierto. Llamamos la atención de la joven para no molestar al hombre pero parece que hemos hecho justo lo incorrecto pues es él la oficina de billetes internacionales. Nos atiende con relativo fastidio, como si fuera una ofensa personal que alguien quiera viajar a un sitio tan imposible. Da las informaciones mínimas de manera brusca. Está claro que no acaba de creer que vayamos en serio a comprar los billetes y preferiría volver cuanto antes a su cajón. Mientras tanto, un caballero turco irrumpe para pedir un billete a un destino que nunca hemos oído. Es considerado un cliente serio y los dos hombres evalúan cuidadosamente las posibles alternativas. El cliente serio paga en dólares.

Un ingente número de carpetas se apila en grandes montones sobre las mesas. El hombre las revuelve hasta dar con una que tiene que ver con nuestro tren. Sí, hay billete. Concretamente, un único compartimento individual libre en todo el tren, todos los demás asientos están vendidos. ¡Nos estaba esperando! Mientras calculamos si nos conviene volver a la ciudad a sacar dinero, él se sienta rápidamente tras su cajón para no perder el tiempo. Me arriesgo a preguntar si podemos pagar con tarjeta de crédito. Para nuestro asombro, se puede. De otro cajón rescata un lector de tarjetas, le sacude el polvo y a la vez que engulle el último mordisco extrae de nuestra tarjeta ciento ochenta y dos liras turcas, el equivalente de unos cien euros. Dos jóvenes coreanas se acercan a preguntarme en un turco destrozado la hora de partida del tren a Tesalónica.


Después de nuestra gran victoria, caminamos hasta la ribera cercana de Eminönü para averiguar de dónde saldrá mañana el transbordador hacia la estación de Haydarpaşa. La fila de amarres y taquillas alineándose frente al mar produce una impresión familiar, es como la vieja y abigarrada terminal del metro de Kőbánya-Kispest en Budapest, aunque mucho mayor y mucho más interesante. En los embarcaderos un gentío entra y sale de las barcas; a los lados, quioscos donde se vende kebab y te, y los espacios libres se llenan de un inacabable mercadillo donde se vende cualquier cosa, desde uva fresca hasta chalecos de piel de cordero o zapatos chinos. Pero lo que más nos atrae son los pequeños botes amarrados a lo largo del muelle entre los grandes transbordadores. Allí, zarandeados por las olas de un modo que marea con solo mirarlos, tres o cuatro hombres fríen pescado a puñados. El dueño, de pie en el muelle, publicita la vianda a voz en grito y toma ritmicamente, con una mano, el pescado frito dispuesto sobre una rebanada de pan en hojas de lechuga mientras, con la otra mano, cobra tres liras. En todo el recorrido hay una especie de taburetes de plástico con zumo de limón y sal, y pequeños asientos alrededor. Nos aposentamos en uno libre, disfrutando la magnífica cena, contemplando el vaivén de la gente, el movimiento de los transbordadores, el baile de las luces de la ciudad sobre el agua oscura de la bahía del Cuerno de Oro.

La tarde siguiente, tras un día entero paseando, empapados de los colores y la vivacidad de Estambul, esperamos de nuevo aquí el transborador que nos lleve a la orilla asiática. El último parte a las siete y diez al muelle de Haydarpaşa. Después de esta hora solo hay transbordos a Kadiköy, mucho más al sur, desde donde se tarda veinte minutos en llegar a la estación. Y esto, con la atiborrada mochila que llevo a las espaldas, prefiero evitarlo. De camino al ferry hacemos la compra para los tres días de viaje en el pequeño supermercado cercano a la ensenada. El dependiente me observa con desconfianza merodear entre los mostradores cargado con la enorme mochila y dar instrucciones a mi cómplice en una lengua extraña. Para rebajar la tensión quiero preguntarle dónde puedo encontrar queso de cabra, pero la palabra para “cabra” no me viene a la mente a pesar de que en turco es casi la misma que en húngaro: kechi. Entonces, pruebo a dar unos balidos de cabra. Su rostro se relaja en una sonrisa, agita la cabeza negativamente y señala una gran bandeja con un hermoso queso blanco mientras suelta un matizado balido de oveja. Y luego queda balando durante un buen rato. Dimos con nuestro idioma común. Se rompió el hielo.

El viaje transcontinental dura un cuarto de hora y cuesta una lira con treinta (cerca de ochenta céntimos de euro). Subimos a bordo y vemos alejarse las luces de la ciudad coronada por la Mezquita de Solimán. A nuestro lado parlotean dos muchachas en edad escolar que de tanto en tanto nos lanzan miradas furtivas intentando adivinar nuestra lengua. Al fin, cerca ya del muelle, una de ellas se arma de valor y “Was für eine Sprache sprechen Sie? Deutsch?” lanza su pregunta. Absurda, porque si sabe tanto alemán, debe haber percibido claramente que nosotros no hablamos alemán. Hablamos húngaro, le digo en turco. Nos corresponden con una risa y, más tarde, desde el muelle nos saludan agitando las manos. Les respondo también agitando la mano.


La inscripción arábiga provoca extrañeza sobre la alicatada fachada Jugendstil de la estación de Haydarpaşa, que recuerda el castillo de un caballero germánico. De hecho, este edificio con el aire de la Monarquía es también un elemento extraño aquí, en el este. La ciudad lo recibió en 1908 como presente del Káiser Guillermo, una estación central del ferrocarril Berlín-Estambul-Bagdad construida por los alemanes que ya habían llegado tan allá como hasta Urfa cuando los británicos, alterados por la expansión germana, desataron la Primera Guerra Mundial. El ferrocarril que tenía que introducir la civilización europea hasta las fronteras de Persia y Siria nunca se acabó. Muchas décadas más tarde se abrió un línea de enlace hacia Bagdad desde Gaziantep, en el ramal kurdo de la via, donde desde 2003, cuando los americanos llevaron su propia civilización a Iraq, el tráfico está cortado.

El restaurante ferroviario donde nos instalamos durante las tres o cuatro horas que faltaban para la partida hubiera podido estar en cualquier estación de la Monarquía. Alto techo con decoración de estuco, largas cortinas blancas, mesas blancas notablemente bien dispuestas, estampas enmarcadas en las paredes pintadas al óleo, un mostrador barroco, camareros de traje negro y cerveza, mucha cerveza. Escogimos con cuidado un sitio al lado de la puerta trasera que daba directamente al mar. Y cuando logramos subrepticiamente abrir la puerta, una fresca corriente marina se colaba dentro. Tal cosa no podría encontrarse en la Monarquía.



Señalamos algunos apetitosos platos de verduras sobre el mostrador, de los que no conocíamos el nombre. Berenjena frita, sopa espesa, ensalada, salsa picante, melón. Una cena palaciega. Comemos despacio, encargando nuevos platos “como el que tienen en aquella mesa” y, animados por el genius loci, pedimos cerveza, el primer trago de cerveza en Estambul.

Cerveza turca para la colección de John

Hacia las nueve de la noche, poco a poco la parroquia se hace más numerosa. Ya están ocupadas todas las mesas. Encienden el televisor bajo el mapa de las líneas férreas y enfocan también un proyector sobre la gran pared vacía, frente al campo de visión del león blanco. De repente todos miran los televisores. La transmisión que daba continuamente imágenes del choque entre los kurdos y el ejército turco en la frontera iraquí cambia ahora a noticias deportivas y suponemos que va a empezar pronto un partido de fútbol.

Alrededor de las diez menos cuarto empieza el partido de Copa de Europa Beşiktaş-Liverpool. La audiencia lo sigue con una tensa atención comentando sin cesar los avatares pero, al contrario que los húngaros, no siguen las acciones con alaridos sino con sobrios apuntes estratégicos. Llega más y más gente, las sillas se aprietan alrededor de las mesas y se empieza a pedir rakis para acompañar las cervezas. Solo entonces descubro qué es lo que tiene el león blanco bajo una de sus garras: un balón de fútbol.

Los turcos están jugando bien. “Dentro de diez minutos tenemos que subir al tren, hasta entonces no estaría mal celebrar un hermoso gol después de tan gran cena”, digo. Pasan pocos minutos, es el decimotercero del partido, y los ingleses reciben el primer gol. Los fans del Beşiktaş, como pudimos leer más tarde, marcaron el récord mundial del aullido más fuerte nunca registrado, con 132 decibelios. Ahora sí que nos podemos ir.

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